Cuentos por el mundo.

Porque de las carreras no queda sino el cansancio. Cuentos por el mundo.












viernes, 4 de diciembre de 2020

Autoferro

             


               «No estoy seguro de que yo exista, en realidad. 

Soy todos los autores que he leído,

toda la gente que he conocido,

todas las mujeres que he amado,

todas las ciudades que he visitado,

todos mis antepasados...»

«Jorge Luís Borges».


«¡Apúrese, niño!», dijo la abuela al clavar las cinco uñas de su mano derecha en mi antebrazo infantil cuando nos disponíamos a cruzar la calle para tomar el vehículo que nos acercaría a Cartago. No era un castigo que dejase marcas permanentes ni nada parecido, solamente era el resultado de un acto reflejo, una reacción instintiva de terror que la obligaba a aferrarse a todo aquello que estuviese a mano: le espantaban las motonetas y odiaba a los pilotos que las conducían como si fueran enviados del infierno sentados sobre un estruendo repugnante.

Como en casi todos nuestros viajes vacacionales, la logística del desplazamiento y la estancia corrían por cuenta de la rápida y poco meticulosa planificación de la abuela Helena quien, con tres chiros plegados en la maleta y un neceser repleto de cremas antiarrugas y perfumes que se inmortalizaban en su piel, me apresuraba siempre a último momento para llegar a la estación y no perder así el ultimo autoferro, que a las tres y cuarenta de la tarde salía, sin ningún apuro ni puntualidad, para llegar a Cali, la capital del Valle del Cauca, unas cinco horas y media después.

El autoferro, a finales de la década de los setenta, era un tren para viajeros con cargas básicas, sin trasteos voluminosos ni animales de corral. Una oferta especial de Los Ferrocarriles Nacionales para que los ciudadanos más acomodados y pudientes, viajasen sin las demoras propias del convoy de mercancías ni los humores de los trabajadores de la tierra o del ganado vacuno. Familias enteras se embarcaban con maletas y baúles discretos, por lo general forrados en papelerías fuertes y acarreados a medias por bulteadores y rebuscavidas en cada estación. Lo usual era que los viajantes se mezclasen con otros pasajeros, visitadores médicos y por lo general vendedores de hilos por catálogo, brocados y bordados, o comerciantes de maleta de mano repletas de jabones de bolsillo y maquinillas de afeitar destinadas a las cacharrerías de los pueblos con paradas intermedias.

Estaríamos a finales del mes de noviembre porque en los árboles no se movía ni una sola rama y porque iba con una disposición paseadora que no podría corresponder a otra cosa que no fueran las vacaciones de final del año escolar. Tercero de primaria había agregado una incipiente responsabilidad a mi vida de niño de ciudad pequeña, al ser nombrado campanero oficial en el colegio. Aquella obligatoriedad consistía en indicar los cambios de clase y el inicio y fin de la jornada escolar. Todo un lujo, porque ello no solo implicaba salir cinco minutos antes que el resto de los compañeros del aula, sino porque descubrí que el tañido de un badajo en repiqueteo constante otorgaba una autoridad increíble sobre una población confinada. Nos rebañizaba, por decirlo de alguna manera. Fue mi primer contacto con el uso de un poder elemental.

La parada del tren en Cartago parecía un castillete medio colonial, con puertas de arcada altas para que pasaran los bultos, bestias y mercancías que trajinaba la estación. Tenía una torrecita de ladrillo delgado que elevaba un reloj de agujas siempre retrasado cinco minutos con relación al de la catedral y un pequeño establo para embarcar bestias en los vagones de mercancías. Por el ala central se accedía a unas taquillas de madera muy estrechas que escondían funcionarios por lo general perniciosos y sudorosos que atendían a un tumulto de personas agolpadas contra la minúscula ventanilla para la venta de tíquets. Entre ellos, un enano malencarado y frentón que vendía los puestos con ínfulas de propietario, al que todo el mundo llamaba Goliat. A mi, por entonces, ya me generaban una curiosidad culposa los enanos porque me parecía raro ver a un adulto de mi misma estatura, por sus miradas agrias, ese mal genio perpetuo, y por una paranoia traidora que me crecía por dentro pues inevitablemente sentía que ellos pensaban que me reía a sus espaldas, y no era así.

Aunque los viajes nunca fueron rutinarios, el ritual de compra, más o menos, siempre se desarrollaba de la misma manera. Mi abuela se abría paso con autoridad señorial, con un carraspeo de garganta y los codos muy abiertos. Entregaba veinticinco pesos a través de la taquilla para comprar los pasajes y, a cambio, el funcionario se los devolvía con el vuelto. Esa vez una pequeñísima mano de dedos morcillones recibió el dinero y deslizó por debajo de la rejilla dos boletos y tres billetes de a peso con las esquinas babeadas, porque el hombre solía ensalivarse el pulgar para contar la plata. A mi abuela, buena matriarca, le gustaba el dinero y lo gestionaba a la perfección, pero odiaba el contacto de este con su piel. Lo sentía corrompido, contaminado por la cantidad de seres infectos que pudiesen haber manoseado la plata anteriormente, y eso le provocaba una arcada que contenía con un crispamiento de fastidio. Al recibir el cambio, agarró los billetes con la punta de las uñas y los embutió en un monedero de pellizco forrado en lentejuelas, chaquiras y canutillos para hacerse a continuación un lavado rápido y antiséptico con Jean Naté, una loción cítrica para el cuerpo que también usaba como desinfectante y para mitigar los sofocos de una menopausia tardía.

Ese día ella no estaba para muchos bailes, y al recibir los billetes ensalivados de manos de Goliat, le soltó:

Gracias, comemierda revejido, ¡por asqueroso es que se quedó chiquito!

Yo me encogía de angustia con su arrebatos, pero ella apretaba los dientes y se desinfectaba las manos como si la peste ambulara por la estación. Una vez la asepsia le devolvía la calma, me embadurnaba a mí con el alcohol perfumado y me daba un pico en la mejilla. Tenía la abuela números para ser mi heroína.

El andén, con el último servicio del día, bullía de pasajeros apresurados, vendedores de empanadas, raspado y algodón de azúcar. Todos, al unísono, entre el ruido de la locomotora y las despedidas afanadas, hacían que pasar de la taquilla a los vagones fuera una odisea que ella solucionaba llevándome de la mano a rastras, abriéndose paso a base de contorsiones y codazos despiadados, mientras mi atención se centraba en el poder refulgente de la campana del jefe de estación quien indicaba que la partida era inminente. Ya reconocía yo el sentir de aquel hombre y el poder de su badajo. A esa hora, el sol alumbraba detrás de la cordillera que guarecía la planicie por el occidente. El color naranja intenso cargaba el Valle del Cauca de una calidez a la que mi abuela llamaba el sol de los venados y la cual a mí me generaba un placer que duraba pocos minutos, hasta apagarse entre magentas, azules y violetas.

Ella solía viajar en el puesto de la ventanilla casi siempre. Me decía que era mejor así porque a mí me gustaba asomarme para sacar las manos y la cabeza. «Un día de estos le va pasar lo de don Fidel, que una rama de matarratón le arrancó un ojo de tajo por asomarse a ver unas vacas de un potrero». Se esforzaba en desanimar la curiosidad inquebrantable que tenía a mis nueve años cuando viajaba en algún vehículo con ventanilla y quería percibir el viento en la cara, ver los árboles difuminarse como un rayón verde en el horizonte y abrir la boca para que el aire secara la saliva del paladar. Toda una novedad. Sin embargo, siempre me pareció que así justificaba su gusto para ver en primer plano el paisaje, seguir las líneas de los sembrados zigzagueantes y, de paso, refrescarse del bochorno que se concentraba en el pasillo.

¡Soya, mijo! Eso es lo que siembra su tío Samuel. Antes cultivaba millo, pero ahora pagan mejor la soya. ¡Es que mi hermano es muy trabajador! Repetía esa frase como una especie de consigna de ferviente admiración fraternal.

Cinco horas y media eran un trance de movimiento pendular y traqueteo arrullador que relajaba la efervescencia infantil por momentos. Pero cuando el hombre que vendía refrescos aparecía por el estrecho pasillo, con su cajón de madera repleto de bebidas gaseosas calientes y panderos secos como una alpargata, el corazón daba un salto y mi tranquilidad pasaba a ser parte del pasado. Colgado de su brazo, le suplicaba dramáticamente con el único fin de avergonzarla y así conseguir una merienda, que sin duda, y habiéndole podido ahorrar el mal el bochorno, me habría sido complacida.

El silbido del tren anunciaba con mucha antelación la entrada en cada estación. A cincuenta kilómetros por hora, emitía un toque largo de pitidos agudos que levantaba a los pasajeros de las butacas y a los pájaros aposentados en las torres de energía. Al ir deteniéndose la máquina, los vendedores corrían por el andén atisbando a través de las ventanillas en busca de las caras más hambreadas. Mi abuela, salida hasta la cintura, regateaba hasta lograr algunas rebajas y comprar colaciones rojas, verdes y blancas, alguna totuma con arequipe, gelatinas de pata de res y unas rosquillas fosforescentes que mi tía adoraba por su crujir seco y a las que les cogí pánico porque se clavaban en mis encías de inexperto comedor de pandeyuca.

El autoferro tenía buena clientela, entre semana viajaban hasta 200 almas y los fines de semana se doblaba la ocupación al enganchar un par de vagones adicionales. Obando, Zarzal, Buga la Grande, Andalucía, Tuluá, Buga la Real, Palmira y Cali, eran las paradas en las que una a una se repetían las procesiones de pasajeros y las mismas escenas de saludo y despedida, acarreo de bultos y pulular de vendedores. A medida que avanzábamos en la ruta, la planicie se iba haciendo más ancha, los clientes más oscuros y el olor azucarado se espesaba en el aire con la canícula que aun hace maravilloso al Valle del Cauca.

A la abuela tampoco le gustaban los negros. Una manía rara que heredó de su mamá y que reforzaba con el gris pálido de los ojos, la nariz afilada y el blanco impoluto de la piel. Algún defecto debería tener, pensaba yo en silencio decepcionado. En cambio, a mí me encantaba ver el brillo de esas pieles oscuras, su habilidad para moverse y la morfología estirada y definida en sus cuerpos, especialmente los de ellas, que al rozarme, dejaban un olor ácido de humores sensuales en la piel. Esa tarde, una mulata maciza se asomó a mi ventanilla mientras la abuela se había levantado a estirar las piernas en la estación de Palmira. Me ofreció tres cocadas por un peso, pero yo no tenía manera de comprarle. Entonces hablamos un buen rato hasta que el tren se estremeció antes del arranque y la ventanilla de guillotina se soltó aplastando la punta de mis dedos. No me dolió tanto porque el óxido ralentizó la caída de la ventana y porque la negra, muy veloz ante la inminencia de la amputación, amortiguó el golpe con el trapo con el cual se secaba el sudor. Pero, en especial, porque esa cimarrona de no más de quince años, me besó la punta de los dedos y me regaló las tres cocadas que no podía pagarle. El tren partió resoplando de la estación y ella caminó al lado de la ventanilla mirándome hasta que el final del andén se lo permitió. Lo último que recuerdo de ella fue ver su negrura agitando el trapo salvador de mis dedos y una sonrisa diáfana en la que se reflejaba un niño enamorado. Soñé con esa hermosura hasta anoche. A la abuela nunca le conté cómo mi mano aun la podía seguir asiendo gracias a la palanquera más divina de mi romanticismo infantil.


Conforme pasaron los años, diferentes servicios de transporte empezaron a realizar el mismo trayecto con mayor agilidad y menos paradas. Se redujo en treinta minutos de viaje a cinco claustrofóbicas horas de autobús, y a cuatro de taxi interdepartamental en los que cabían cinco pasajeros holgados, por lo general con un conductor silencioso y malgeniado. El servicio de taxis intermunicipales, más cómodo y exclusivo, nos recogía en casa a una hora pactada. La abuela reservaba las plazas en el asiento delantero porque le gustaba controlar la velocidad al conductor. Hecho que yo empecé a lamentar con la experiencia, pues, cada vez que la aguja del velocímetro superaba en pequeñas convulsiones los ochenta kilómetros por hora, me hincaba de nuevo las uñas en mi antebrazo derecho como si con ello accionara la palanca del freno de mano.

Luego de algunos años y de muchos viajes en autobuses, taxis y carros de la familia, decidimos un viernes, a manera de remembranza, realizar de nuevo la ruta de rieles y crujidos en el autoferro para atravesar de norte a sur el valle. Salimos a medio día, el cielo estaba muy gris y el repelús era espantoso dentro de una buseta maltrecha pero bien decorada con croché fino de lana multicolor. Al llegar a la estación encontramos un paisaje atípico, silencioso y destartalado. El rumor de los vendedores no sonaba y los bultos no se amontonaban para ser cargados. Pasamos las grandes puertas de la estación para ver en el interior un pasillo desolado, las taquillas tapiadas, las bancas sucias, el reloj parado y a un gato que se lamía la cola en la mitad del andén repleto de cagajón. Mi abuela dio un suspiro como si se estuviera desinflando y me miró con las cejas arqueadas y la boca torcida como si fuera a llorar.


No sabía yo, aquella vez en la que me machuqué los cuatro dedos de una mano con la ventana de guillotina, que sería la última vez que pisaría los servicios ferroviarios de mi país. Que por el azar de la historia pública y alguna trama corrupta de mañas políticas, nuestro tren se desmantelaría. Aquellos autobuses mal llamados expresos, los nuevos taxis y algunas flotas de camiones novedosas, ahora eran propiedad de poderes políticos que eliminaban de tajo a su clásico y desamparado competidor. La desgana del estado, la inmensa distancia del pueblo con el poder y el interés particular de los políticos viciados, hicieron de la desaparición del ferro algo inminente, y dieron pie a que los más pobres recogieran las migas del gran pastel. Ese triste viernes descubrimos que los carriles de la vía habían desaparecido, los ninguneados de la sociedad los habían desclavado uno a uno para venderlos por kilos a los chatarreros que les malpagaban el trabajo sucio, o los usaban como columnas para sostener sus ranchos medio caídos.

Habían extirpado las venas a un tren agonizante y cortado de paso a cualquiera la posibilidad de disfrutar, de románticos y tranquilos viajes y de sentir la más melancólica de las separaciones. Nos arrancaron con esos rieles, toda la belleza que se profundiza en lo más recóndito de los afectos y la memoria: la melancolía de un adiós en la estación del tren.