Cuentos por el mundo.

Porque de las carreras no queda sino el cansancio. Cuentos por el mundo.












viernes, 31 de agosto de 2012

Un Pueblo Que Besa El Cielo

"Con nuestros pensamientos creamos el mundo.
«Siddhartha Gautama»


Nepal está encalado en la ladera sur del Himalaya, es el país donde nació Buda y uno de los más pobres del planeta. Las vías de Katmandú son un hervidero de vehículos sin orden ni concierto y las calles resguardan con tanta cura a viandantes como a animales. Perplejidad, esa fue mi primera sensación, pero aquella vacilación duraría poco.

La nación se dibuja de oriente a occidente con el famoso Everest como telón de fondo. Cruza el cetro un valle de carreteras sinuosas que siguen la vera de un rio caudaloso, fruto del deshielo de los glaciares, y sobre el occidente el Anapurna es el rey. La cordillera de ocho mil metros deja boquiabierto a cualquier explorador por asiduo que sea y las carreteras inverosímiles demuestran que lo imposible está siempre supeditado a la necesidad. Aquí, sin importar que existan automóviles y motos atiborrados en las pocas vías, uno tiene la impresión de estar siempre en el siglo XIII.
    
Dos grandes religiones dominan el territorio, el budismo -por supuesto- y el hinduismo debido a la gran influencia de su vecino del sur. Los budistas en realidad no adoran divinidades y piensan que el nirvana se logra con la moderación. Los hinduistas por su parte, con una amalgama de dioses mal encarados decoran calles y esquinas por doquier y los transeúntes, en gran medida niños y mujeres, comparten, distendidos, templos cuando la hora de la ofrenda o la oración los toma por ahí despabilados. 

Finalizando el verano en el hemisferio norte, el monzón golpea Katmandú con los últimos estertores de lluvias incansables e inundaciones en los valles.

El despertar de las personas es madruguero, contrito y devoto. La jornada, que en general inicia a las 4:30 de la mañana,  niños incluidos, apura el paso. Desayunan papas con tomate y cebolla rehogadas, se acicalan con esmero y se enfilan cada cual a su quehacer. 
        
Ellas, como en muchas otras culturas, asumen un poder de carga y trabajo descomunal, especialmente si se es de una baja casta. Preparan el alimento y despachan niñitos y maridos. Salen a la calle bien ataviadas, con largas cabelleras negras recién cepilladas, brillantes y olorosas a aceites ayurvedicos. Se les ve caminar con bandejas y bateas repletas de flores, tintes en polvo y arroz.  Las llevan para hacer ofrendas a una gran variedad de dioses hinduistas de muchos colores y aspectos, en las que no es raro ver a algún budista, pues aunque suene extraño, estas dos religiones conviven en armonía hasta el punto de compartir algunos de sus templos. En el campo, las mujeres, con ropas menos refinadas pero sí más resistentes y no menos vistosas, llevan pequeñas hoces con las que cortan el arroz y pastos  para las bestias. Cargan cantidades imposibles de herbajes por zigzagueantes colinas de terrazas inundadas, repletas de espigas del preciado cereal, en una variedad de verdes digna de una escala cromática.

Ellos, por lo general en tiendas u oficios coloquiales se ven distendidos y sin sudar, dando caminatas por las enfangadas calles de la capital, tomados de la mano o del dedo meñique en una expresión de afecto o de tierna camaradería, que a mí en particular me parece fantástica y que dista mucho del concepto occidental hacia el contacto físico entre hombres. 

Pasadas las lluvias, inicia un mes benévolo y el calor se levanta, el agua se va y los mosquitos se quedan. La fauna es agreste, en especial al sur en donde dicen que están los tigres de bengala escondidos, y donde por primera y última vez –o eso espero yo– una sanguijuela me chupara la rodilla derecha.

Los nepalíes han inventado, gracias a la topografía de su país y a su increíble generosidad y fortaleza, algo que algunos consideran un deporte para pudientes y por el que cobran muy bien. Se trata del trekking, qué es como decir que el póker o los toros también son deporte porque en las tres actividades las personas se mueven y el corazón, dependiendo del susto, a veces palpita más rápido. Consiste en hacer caminatas muy ordenaditas atreves de sus montañas, en las que ellos se encargan de las mochilas y la comida, mientras el “trekkiniador” disfruta de un paisaje con picos tan blancos y empinados que hacen parecer el Alto de Nudo Pereirano, una ondulación en el parquet. Las noches, que se salvan en casitas de té para montañeros, son ultra generosas en estrellas y los amaneceres tan imponentes que uno se traga hasta el bostezo matutino.

Aunque hay dos ciudades grandes en el país, Katmandu y Phokara, la gran mayoría de la población está atomizada en caseríos antiquísimos a lo largo de sus altísimas montañas, siempre entre las nubes y que ellos aman y respetan con devoción. En sus calles, sin importar quién sea el ser que se cruce, una reverencia y un saludo está a flor de piel, namasté dicen casi siempre acompañado de una sonrisa. Un señor me dijo que saludar era el acto completo y significaba: “yo saludo la luz de dios que está en ti”. Amor, solo amor.  

Fuimos a verlos y reconocerlos, a aprender de ellos, a pasmarnos con la imponencia del Himalaya, a disfrutar de sus mágicas manos ayurvédicas, a comer spyci aunque uno pida con la lagrima en el ojo “no-spyci, please” y ellos sonrían. A buscar rinocerontes en la selva montando elefantes, a hacer yoga y conocer a los exiliados y serios monjes tibetanos que parecieran haber olvidado la alegría en su añorado Tíbet –eso, o que la moderación que los rige les haga considerar la risa como una extravagante exageración. No le vi una calza a ninguno.

Ha sido una aventura de bestias, ríos, religiones, templos, muerte, larguísimas caminatas, verde, espiritualidad, lenguas, sacrificios a dioses, carreteras imposibles, Mo-Mo’s,  niños como los de todos lados aunque algunos trabajen y la tradicional generosidad y alegría de los que tienen menos. 

Nepal es un país veterano, de espiritualidad madura, artesanos pulcros de maderas y metales, siempre se han debatido en corruptas monarquías, han sido grandes guerreros y ahora intentan los primeros esfuerzos democráticos. 

Son una gente linda y generosa que sin intentarlo, como los mejores amores, se le roban a uno el corazón. 

Sin esfuerzo, seguro, y sin pretenderlo, éste es un lugar para no olvidar.