"Con nuestros pensamientos creamos el mundo.
«Siddhartha Gautama»
Nepal está encalado en la ladera
sur del Himalaya, es el país donde nació Buda y uno de los más pobres del
planeta. Las vías de Katmandú son un hervidero de vehículos sin orden ni
concierto y las calles resguardan con tanta cura a viandantes como a animales. Perplejidad,
esa fue mi primera sensación, pero aquella vacilación duraría poco.
La nación se dibuja de oriente a
occidente con el famoso Everest como telón de fondo. Cruza el cetro un valle de
carreteras sinuosas que siguen la vera de un rio caudaloso, fruto del deshielo
de los glaciares, y sobre el occidente el Anapurna es el rey. La cordillera de
ocho mil metros deja boquiabierto a cualquier explorador por asiduo que sea y
las carreteras inverosímiles demuestran que lo imposible está siempre
supeditado a la necesidad. Aquí, sin importar que existan automóviles y motos
atiborrados en las pocas vías, uno tiene la impresión de estar siempre en el
siglo XIII.
Dos grandes religiones dominan el
territorio, el budismo -por supuesto- y el hinduismo debido a la gran
influencia de su vecino del sur. Los budistas en realidad no adoran divinidades
y piensan que el nirvana se logra con la moderación. Los hinduistas por su
parte, con una amalgama de dioses mal encarados decoran calles y esquinas por
doquier y los transeúntes, en gran medida niños y mujeres, comparten,
distendidos, templos cuando la hora de la ofrenda o la oración los toma por ahí
despabilados.
Finalizando el verano en el hemisferio
norte, el monzón golpea Katmandú con los últimos estertores de lluvias
incansables e inundaciones en los valles.
El despertar de las personas es
madruguero, contrito y devoto. La jornada, que en general inicia a las 4:30 de
la mañana, niños incluidos, apura el
paso. Desayunan papas con tomate y cebolla rehogadas, se acicalan con esmero y
se enfilan cada cual a su quehacer.
Ellas, como en muchas otras
culturas, asumen un poder de carga y trabajo descomunal, especialmente si se es
de una baja casta. Preparan el alimento y despachan niñitos y maridos. Salen a
la calle bien ataviadas, con largas cabelleras negras recién cepilladas, brillantes
y olorosas a aceites ayurvedicos. Se les ve caminar con bandejas y bateas
repletas de flores, tintes en polvo y arroz.
Las llevan para hacer ofrendas a una gran variedad de dioses hinduistas
de muchos colores y aspectos, en las que no es raro ver a algún budista, pues
aunque suene extraño, estas dos religiones conviven en armonía hasta el punto
de compartir algunos de sus templos. En el campo, las mujeres, con ropas menos
refinadas pero sí más resistentes y no menos vistosas, llevan pequeñas hoces
con las que cortan el arroz y pastos para las bestias. Cargan cantidades imposibles
de herbajes por zigzagueantes colinas de terrazas inundadas, repletas de
espigas del preciado cereal, en una variedad de verdes digna de una escala cromática.
Ellos, por lo general en tiendas
u oficios coloquiales se ven distendidos y sin sudar, dando caminatas por las
enfangadas calles de la capital, tomados de la mano o del dedo meñique en una
expresión de afecto o de tierna camaradería, que a mí en particular me parece
fantástica y que dista mucho del concepto occidental hacia el contacto físico
entre hombres.
Pasadas las lluvias, inicia un
mes benévolo y el calor se levanta, el agua se va y los mosquitos se quedan. La
fauna es agreste, en especial al sur en donde dicen que están los tigres de
bengala escondidos, y donde por primera y última vez –o eso espero yo– una
sanguijuela me chupara la rodilla derecha.
Los nepalíes han inventado,
gracias a la topografía de su país y a su increíble generosidad y fortaleza, algo
que algunos consideran un deporte para pudientes y por el que cobran muy bien. Se
trata del trekking, qué es como decir que el póker o los toros también son
deporte porque en las tres actividades las personas se mueven y el corazón,
dependiendo del susto, a veces palpita más rápido. Consiste en hacer caminatas
muy ordenaditas atreves de sus montañas, en las que ellos se encargan de las
mochilas y la comida, mientras el “trekkiniador” disfruta de un paisaje con picos
tan blancos y empinados que hacen parecer el Alto de Nudo Pereirano, una ondulación
en el parquet. Las noches, que se salvan en casitas de té para montañeros, son
ultra generosas en estrellas y los amaneceres tan imponentes que uno se traga
hasta el bostezo matutino.
Aunque hay dos ciudades grandes
en el país, Katmandu y Phokara, la gran mayoría de la población está atomizada en
caseríos antiquísimos a lo largo de sus altísimas montañas, siempre entre las
nubes y que ellos aman y respetan con devoción. En sus calles, sin importar quién
sea el ser que se cruce, una reverencia y un saludo está a flor de piel, namasté dicen casi siempre acompañado de
una sonrisa. Un señor me dijo que saludar era el acto completo y significaba: “yo
saludo la luz de dios que está en ti”. Amor, solo amor.
Fuimos a verlos y reconocerlos, a
aprender de ellos, a pasmarnos con la imponencia del Himalaya, a disfrutar de
sus mágicas manos ayurvédicas, a comer spyci aunque uno pida con la lagrima en
el ojo “no-spyci, please” y ellos sonrían. A buscar rinocerontes en la selva
montando elefantes, a hacer yoga y conocer a los exiliados y serios monjes
tibetanos que parecieran haber olvidado la alegría en su añorado Tíbet –eso, o que
la moderación que los rige les haga considerar la risa como una extravagante
exageración. No le vi una calza a ninguno.
Ha sido una aventura de bestias,
ríos, religiones, templos, muerte, larguísimas caminatas, verde, espiritualidad,
lenguas, sacrificios a dioses, carreteras imposibles, Mo-Mo’s, niños como los de todos lados aunque algunos
trabajen y la tradicional generosidad y alegría de los que tienen menos.
Nepal es un país veterano, de espiritualidad
madura, artesanos pulcros de maderas y metales, siempre se han debatido en corruptas
monarquías, han sido grandes guerreros y ahora intentan los primeros esfuerzos
democráticos.
Son una gente linda y generosa
que sin intentarlo, como los mejores amores, se le roban a uno el corazón.
Sin esfuerzo, seguro, y sin
pretenderlo, éste es un lugar para no olvidar.